Sentado en el claro de un
bosque oscuro y seco. Los árboles abandonan sus hojas.
Me paro, miro, busco una
salida por todos lados. No la encuentro.
No se como llegue aquí, no
sé que hacer ni adonde ir, pero algo me dice que tengo que salir de este lugar,
así que comienzo a caminar.
El ruido de las hojas secas
me acompaña, y de a ratos rompe el ensueño en el que voy sumergido. Mis
pensamientos corren por un laberinto ilógico y real, o tan sólo se pierden en
viejos recuerdos de alguien que fui.
Cualquier senda que elijo se
me hace infinita, el bosque parece no terminar nunca.
Parece no haber tiempo.
En el camino se me atraviesa
un arroyo angosto. Una gota de luz se refleja en el agua (se ve todo tan
triste.)
No recuerdo cuando me perdí.
No sé si llegue caminando, si caí del cielo, quizás brote del suelo o siempre
estuve entre estos árboles. Tiempo atrás me hubiera esforzado más en recordar,
ahora ni siquiera lo intento.
Decido seguir el arroyo, que
me va llevando lejos. No cuento los días ni las noches que pasan, solamente
camino y de vez en cuando digo alguna palabra en voz alta para asegurarme que
todavía puedo hablar.
Cuando ya me estaba cansando
y pensaba en renunciar a la caminata, me encontré con una persona. –No sé como
llegué aquí- me dijo- pero me quiero ir. Así que seguimos caminando juntos,
mientras el arroyo se ensanchaba.
El tiempo comenzó a andar,
pero los días y las noches eran cada vez mas largas.
Las charlas de mi
acompañante consistían en melancólicos monólogos que trataban sobre el pasado
(que ya había olvidado casi por completo) y sobre nuestro futuro incierto. Nos
aburríamos, y si seguimos caminando fue justamente por aburrimiento y nada más.
Ya no teníamos esperanzas de abandonar el bosque.
Una noche escuche un rumor
(el otro no oía nada) que pasaba rápido entre los árboles. Me sentía observado.
Amaneció tantas veces que
todo cambiaba a mi alrededor: la tierra, las piedras, los arbustos. Incluso el
color del cabello de mi compañero. Después, con los ocasos, comenzó a cambiar
el color de piel..
Su sexo variaba y muchas
veces quedaba indefinido.
El bosque se volvía cada vez
más profundo, y cuando más me adentraba en él más ancho se hacía el arroyo,
hasta que llegó a convertirse en un río transparente.
Mi compañero o compañera
(según se daban las noches o los días) me miraba siempre de diferentes maneras.
Un día creyó haber escuchado
algo, luego no volvió a hablar más.
Esa noche caí en un sueño
profundo y tranquilo. Soñé que me bañaba en el río, totalmente desnudo. Mi piel
cambiaba de color continuamente, pero mi reflejo en el agua era siempre el
mismo. Cuando desperté, no encontré a mi acompañante, me asusté. Pensé que se
había cansado de mis charlas conmigo mismo y se había marchado, abandonándome,
para dejarme sólo con mi ego. Mi miedo creció y se hizo insoportable. Empecé a
correr, desesperado, gritando por el bosque los cientos de nombres que él o
ella tenían. Grité hasta quedar afónico. Las lagrimas me incendiaban el rostro,
la angustia se apodero de mi piel.
Corría sin mirar, los ojos
cerrados, tropezándome, cayendo, lastimándome.
Cuando abrí los ojos me
sentí más tranquilo.
Delante de mí había una
playa de arenas cálidas con un infinito mar azul como el cielo. Esa visión
trajo paz a mi corazón.
Escuché como detrás de mí reían
miles de niños, alegres de verme. Giré para mirar y vi a mi compañera que
llegaba. Detrás de ella venían todos y todas las que había sido, eran
incontables. Sonrió y me dijo: Te Amo. Me dio la mano, y los dos, junto a todas
sus anteriores existencias, y, junto a todas mis otras vidas, nos fuimos
metiendo en el mar.
El cielo permaneció azul.
Y yo fui feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario